jueves, 1 de junio de 2017

Carrilanos en las tierras de Colchagua

Por Cristian Urzúa Aburto
Publicado en Tell Magazine, Edición de abril de 2017


La construcción del ferrocarril en Chile desde mediados del siglo XIX, reestructuró profundamente el espacio rural y urbano con la creación de una imponente y variada infraestructura, que desencadenó una intensa conectividad territorial, la dinamización de todas las áreas de la economía y un importante cambio cultural. Este progreso, enmarcado en el creciente proceso industrializador del país, sólo pudo ser posible por el trabajo de cientos de hombres que removieron toneladas de tierra, instalaron miles de kilómetros lineales de rieles y perforaron robustas montañas a lo largo y ancho de todo el país. Los responsables de ello fueron los carrilanos.

La constitución de la red ferroviaria de Colchagua se inicia en 1856, cuando se edifica la línea del ferrocarril longitudinal sur desde Rancagua a San Fernando en 1862, llegando a Curicó en 1868. Más tarde se construyeron los ramales de Pelequén a Las Cabras entre 1888 y 1893 y el de San Fernando a Pichilemu entre 1900 y 1926. Para construir las vías y estaciones, los ingenieros necesitaron una ingente cantidad de mano de obra local para trabajos que requerían una gran fuerza física, tesón e inteligencia, para enfrentar así los requerimientos arquitectónicos del trazado de “la línea”. Para perjuicio de los hacendados, el ferrocarril les quitaba importante mano de obra, especialmente en la época de cosechas y siembras.

El carrilano fue reclutado entre los peones agrícolas que deambulaban por el valle colchagüino atraídos por la buena paga y las condiciones más libres de trabajo. Su labor consistió en nivelar la tierra, instalar rieles y durmientes, así como construir puentes o túneles, obras que exigían un gran vigor y resistencia física. Los carrilanos instalaron campamentos móviles que se desplazaban a medida que avanzaba el trazado ferroviario, a manera de los gitanos, donde fuera de descansar y hacer su vida cotidiana, realizaban grandes fiestas para el malestar de los patrones. Asimismo, creó una subcultura caracterizada por la marginalidad, y fue tal su nombradía como un sujeto turbulento, que la poesía y la música popular lo definió como un sujeto vivaz, pendenciero, amigo del juego y el alcohol.

Las faenas del ferrocarril aunaron una gran cantidad de trabajadores –de doscientos a mil peones–, los que se volvían en ocasiones incontrolables para sus administradores y capataces. Ocurrían a veces grandes alzamientos por injusticias y atraso en el pago de los salarios, situación que los llevaba a paralizar la faena como una medida de presión. Pero las más de las veces esta protestas derivaban de su carácter rebelde e insubordinado. En 1865, por ejemplo, en el tramo de San Fernando a Curicó, se amotinaron doscientos peones causando desórdenes de todo tipo, asaltando chacras y fundos. Por situaciones como esta, como medida precautoria, en varias ocasiones la autoridad local enviaba a la policía o el ejército para vigilar a los peones con el fin de garantizar el normal funcionamiento de las faenas.

Así y todo, los carrilanos cumplieron y construyeron una impresionante red ferroviaria que unía a la zona de Colchagua con el norte y el sur, y a las ciudades provinciales con la costa. De ello perviven obras tan relevante como el Túnel El Árbol del ramal de San Fernando a Pichilemu construido en 1909, con una longitud de 1.960 metros, declarado Monumento Nacional. Es por eso que, además de reconocer el patrimonio ferroviario representado por locomotoras y estaciones, es necesario destacar el factor humano que incidió en la construcción y operación del ferrocarril. El ingeniero Henri Meiggs, quién construyera el ferrocarril al sur desde Maipo a San Fernando, destaca que la laboriosidad del obrero ferroviario estaba condicionada por el trato de los patrones, diciendo que: ”Hay tres cosas que el peón chileno necesita para volverse el mejor trabajador del mundo: justicia, porotos y paga”.