Por Cristian Urzúa Aburto
“Chile: país de catástrofes”, es la
frase que se usa comúnmente para describir el espacio que nos cobija; y ciertamente,
de tanto en tanto, la naturaleza nos sorprende con la magnitud de sus fuerzas
telúricas o climáticas. El historiador Rolando Mellafe acuñó el concepto de
“acontecer infausto” para definir las calamidades que han generado la destrucción
de sitios antropizados y que forjaron una cosmovisión en la sociedad chilena producto
de la colectividad de la experiencia y su periodicidad.
Cada
región de Chile ha estado expuesta a desastres naturales de acuerdo a sus
características geográficas. La Región de O’Higgins, por cierto, no ha estado
exenta a la amenaza de terremotos, temporales, sequias o heladas. Baste
mencionar los recientes desbordes de los ríos Tinguiririca y Cachapoal que
provocaron inundaciones en las viviendas rivereñas.
En
el albor del siglo XX ocurre el terremoto de 1906 en la zona central, que
ocasiona el derrumbe de casas y edificios, miles de damnificados, cientos de heridos
y fallecidos, especialmente en la costa. Edificios públicos, iglesias, escuelas
y los humildes ranchos campesinos
resultaron destruidos. El gobierno dio subvenciones a los damnificados, principalmente
a los pobres, cuyas frágiles viviendas de adobe colapsaron inmediatamente.
El
terremoto de 1928 se recuerda en la región por la destrucción del depósito de
relaves mineros en el campamento Barahona, cerca de Sewell, que hizo subir el
nivel del río Coya y Cachapoal. La corriente se llevó la vida de 54
trabajadores de la Braden Copper Company que murieron arrastrados por el río.
Son
muchos los eventos infaustos, dejemos constancia de los más significativos,
como la lluvia de cenizas del volcán Quizapú en 1932 que cubrió de residuos a
la región completa; la nevazón de 1971 en Rancagua que dejó a la ciudad bajo la
nieve provocando derrumbes, inundaciones y bloqueos de caminos; el terremoto de
1985 que derrumbó las viejas construcciones de adobe provocando 17 muertes y
miles de damnificados; y, el más reciente terremoto de 2010, que solo en la
región de O’Higgins dejó un saldo de 53 fallecidos, miles de damnificados, así
como viviendas y caminos destruidos...
Solo
son algunos episodios de una serie de catástrofes de distinta índole,
intensidad y duración, según el capricho de la naturaleza, pero que demuestran
hasta qué punto su poder sacudía material y emocionalmente una región.
Uno
de los aspectos en torno al acontecer infausto es que genera una cultura
social, un conjunto de saberes que buscan explicar y representar estos fenómenos.
De antiguo se pensaba que una señal en
el cielo, como un cometa o eclipse, era signo de mal augurio y presagiaba un
evento catastrófico. Cuando ocurrían, se le atribuía a la ira divina, y no
pocos creían que se venía el “acabo de mundo”. Un paisaje singular post
terremoto era ver a la gente rezando entre los escombros, pidiendo compasión a
la Virgen y a los Santos.
Desde
otra arista, una mirada tecnocientífica, se ha acumulado un importante conocimiento
para mitigar el daño de los desastres naturales, desarrollando construcciones
antisísmicas, identificación de sitios de riesgo y programas educativos que
enseñan a la gente a actuar de manera adecuada. Queda mucho por hacer aún, pero
el avance ha sido significativo.
Si
poseemos una conciencia histórica de los desastres naturales, nos permitirá
comprender y saber actuar cuando ocurran estos fenómenos, convirtiéndose en una
experiencia aleccionadora. El acontecer infausto está presente en nuestra
memoria colectiva como un patrimonio trágico
-si se permite el término- que es parte de la historia regional y que es
valioso no solo por pertenecer al pasado, sino porque es un evento cíclico que estará
siempre presente en nuestras vidas.