Por Cristian Urzúa
Estamos hoy en medio de una grave pandemia de alcance mundial que está afectando todas las esferas de la vida, desde la macroeconomía hasta nuestras conductas personales. Si la revuelta popular de octubre nos tuvo en un largo periodo de tensión sociopolítica, esta nueva cepa de coronavirus (Covid-19) está paralizando prácticamente el país a niveles que no podíamos siquiera imaginar. Sin embargo, debemos recordar que esta no es la primera, ni la más grave amenaza biológica sufrida en la historia de esta larga y angosta franja de tierra llamada Chile. Ya la invasión hispana del siglo XVI importó enfermedades para las cuales los pueblos autóctonos no poseían las defensas apropiadas, diezmando en masa a su población. El escaso desarrollo de la medicina y, sobre todo, una amplia vulnerabilidad social han contribuido históricamente a incrementar las muertes tanto en el periodo colonial como en el republicano debido a la acción de todo tipo de enfermedades. La perdida de seres queridos era tan común y la esperanza de vida tan breve, que las personas estaban familiarizadas a la muerte, de modo que el lema de “vivir el día” era regla general, por lo menos entre los sectores populares. La sociedad de Colchagua estuvo expuesta a periódicos brotes de viruela, fiebre tifoidea o cólera, que afectaban desde pequeñas localidades hasta grandes extensiones territoriales causando estragos en la población.
El Niño Enfermo. Pedro Lira (1902) |
En San Fernando, en noviembre de 1864, se presentó una grave epidemia de fiebre tifoidea y de viruela que se propagó rápidamente en el pueblo. “Pocas son las familias que de tres meses a la fecha, no han llorado y lloran la pérdida de dos o más de sus miembros. No hay tal vez casa donde alguna de esas enfermedades, sino ambas, haya dejado de entrar”, decía la crónica local. El hospital del pueblo prestaba regular servicio a la clase indigente y menesterosa, pero su cobertura era limitada, pues mientras los enfermos locales atiborraban sus salones, aquellos que residían a una mayor distancia estaban “condenados a perecer entre las convulsiones de una terrible agonía, o víctimas de los despropósitos de una ignorante yerbatera”, comentaba El Porvenir. En julio de 1872 en Pidigüinco se reconocía la existencia de cinco casos graves de viruela en las orillas de los caminos vecinales de ese sector. En 1877 la fiebre tifoidea recorrió distintos puntos de Colchagua, causado desgracias en un pequeño lugar de la subdelegación de Chimbarongo donde dejó algunos muertos. El año de 1887 fue particularmente trágico para todo Chile pues se había declarado una cruenta epidemia de cólera, que tuvo su origen en Buenos Aires, expandiéndose con rapidez por el país causando una gran mortandad con más de 28 mil fallecidos. Las defunciones por causa del cólera alcanzaron en Colchagua a 3.101 personas. Una forma de combatir estos y otros males era aislar a los apestados, enterrar a los enfermos en lugares distantes y realizar cordones sanitarios a ciertas áreas.
Durante el invierno se producía un alza considerable de enfermedades respiratorias que afectaban en especial a niños y ancianos. Una epidemia de tos convulsiva hizo estragos en el departamento de San Fernando durante el invierno de 1894. Las frías temperaturas de ese año afectaron gravemente a los niños pues estos -decía La Razón- “revientan en sangre de narices, y a muchos se les ha convertido en chichones la vista”. Siguiendo datos del Anuario Estadístico de Chile, en el Hospital de San Fernando hubo en 1870 cuatro causales de muertes predominantes, en su mayor parte a causa de enfermedades respiratorias: “Fiebres simples” (117 casos), disentería (53), tisis (28) y neumonía (10). Habitaciones precarias, hacinamiento, pobreza, escasa higiene y desnutrición, entre otros factores, contribuyeron a incrementar la cifra de afectados.
La infraestructura de salud era limitada y los medios aún rudimentarios para enfrentar una crisis sanitaria. Siguiendo los datos de Chile Ilustrado de Recaredo Tornero, en 1870 la provincia contaba con el Hospital de Caridad y su dispensario, contando el primero con extensas y numerosas salas que diariamente visitaba el médico de la ciudad y el segundo, con un botiquín y practicantes que administraban medicamentos. En las subdelegaciones rurales los médicos eran escasos, por lo que en casos graves los campesinos debían trasladarse a los pueblos recorriendo largas distancias. Para la atención local estaban las matronas o parteras y las machis, meicas y yerbateras, quienes procuraban curas y procedimientos según su saber ancestral. Las autoridades, salvo puntuales casos, no criticaron el accionar de la medicina popular sino cuando estas se declaraban en conflicto con los profesionales de la salud por sus estrafalarios métodos. Por ejemplo, hacia 1897 se remitía desde Nancagua al intendente de Colchagua a la mujer Santos Guajardo por hacer “propaganda en contra del agua cocida, los medicamentos, médicos y hacendados, diciendo que todos están complotados para matar a los pobres”. Estas medidas las había establecido el gobierno para frenar el avance del cólera que se expandía por la provincia. Con la inoculación de la vacuna contra la viruela desde el siglo XIX habrá una verdadera psicosis colectiva, pues se creía que dicha inyección era la que provocaba la enfermedad, de modo que el gobierno tuvo que hacer fuertes campañas para educar a la población y obligarla a vacunarse.
Fuentes:
Archivo Intendencia de Colchagua; Periódicos de San Fernando: El Porvenir, La Unión, La Razón y La Justicia; Tornero, Recaredo. Chile Ilustrado (1870); Anuario Estadístico de Chile (1870).