miércoles, 21 de mayo de 2014

Reflexiones históricas en torno al 21 de mayo.



Cristian Urzúa Aburto

Homenaje a los héroes de la guerra
Recuerdo que en vísperas de esta fecha en mi antiguo colegio donde cursé toda mi educación básica, el colegio Carlos Condell de la Haza, se celebraba con gran pompa el 21 de mayo, realizándose un homenaje con desfiles e himnos en honor a los héroes de esta contienda que hoy cumple ya 135 años. Y no podía ser menos, pues el colegio llevaba el nombre de uno de los héroes que participaron en el célebre combate. Yo por mi parte, a veces con pesar, a veces con entusiasmo, pero empapado de mi ingenuidad propia de niño, participaba de las actividades del “mes del mar”, al tiempo que con mis compañeros hacíamos bromas sobre la calvicie de héroe o especulábamos sí realmente había dado ese salto heroico hacia el acorazado enemigo (siempre rondó la hipótesis de que fue empujado). Lo que yo viví seguramente lo viven hoy la mayoría de nuestros estudiantes y seguirá repitiéndose por muchos años más. Sin embargo, ¿cuál es el origen de esa tradición, como alcanzó tal popularidad y qué elementos esconde al respecto?

Existen diferentes interpretaciones sobre los hechos acontecidos, que oscilan entre los apologistas extremos, que sacralizan la imagen de los héroes, y sus críticos acérrimos, que declaran su intrascendencia y cuestionan la relevancia de Prat en el desarrollo del conflicto. Dejando de lado los sentimientos chovinistas y la ácida crítica de sus detractores, esperamos dar una imagen sopesada del origen de esta celebración. 

Situémonos un poco en el contexto. En el siglo XIX los gobiernos hispanoamericanos empezaron a crear lazos de identidad con el propósito de unir lenguajes y culturas muy diferentes entre sí. Es entonces que se comienzan a forjar los símbolos nacionales, las ritualidades y a erigir los panteones heroicos. Los gobiernos asimismo inician su expansión territorial y económica consolidando poco a poco sus fronteras. Es en este marco histórico que emerge esta celebración y sus figuras principales.

Los hechos del combate en sí son bien conocidos por lo que no nos extenderemos mucho al respecto, sólo me avocaré a realizar una interpretación sobre su significado histórico. En relación al resultado de la batalla, considero que esta fue una oportunidad ventajosa para Chile en términos morales. Si bien es cierto que la victoria peruana permitió acabar con el bloqueo de Iquique, la derrota de Prat, lejos de desmoralizar a Chile, le proporcionó al Estado un símbolo poderoso, que supo bien aprovechar para concientizar y movilizar a los ciudadanos poco convencidos de la guerra. El sacrificio del marino tuvo una rápida difusión que alcanzó hasta el último caserío de la república, presentándose como un ejemplo de valor y virtud cívica.

En el comienzo la guerra resultó impopular por el reclutaje forzoso, la ausencia de pertrechos y los intereses partidistas, pero al finalizar la contienda logró un inusitado y unánime apoyo de todos los sectores sociales.  En este punto el acto de Prat y compañía jugó un papel trascendental en el desarrollo del conflicto. El trágico suceso de Iquique se divulgó de manera extraordinaria expandiendo el patriotismo entre hombres, mujeres y niños. Inmediatamente después de lo sucedido ese 21 de mayo los varones se enrolaron voluntariamente y quienes no pudieron hacerlo ayudaron con recursos a la campaña del norte. De hecho muchos de los niños nacidos durante ese tiempo fueron bautizados con los nombres de Esmeralda y Arturo. El Estado aprovecho la coyuntura y supo sacarle provecho con el envío de los héroes que visitaron los pueblos y la realización de mítines en las plazas públicas. La prensa por su lado –liberal, conservadora y obrera–, desbordó ríos de tinta que, con sentimental y patriota prosa, detallaba los acontecimientos y solicitaba el enganche del pueblo: “¡Al norte, al norte!”, se leía en algunos de ellos.

Esto produjo un conjunto de ritos en homenaje a los próceres. Sin embargo, el rito político, que construye, despliega y promueve el Estado, no es solo un reconocimiento desinteresado, sino que constituye uno de los artefactos para su propia legitimación y, por ende, la consolidación de su poder. Los ritos, dice Catherine Bell, definen el poder en dos dimensiones. Primero se valen de los símbolos y su despliegue para presentar a personas y a grupos como si integraran una comunidad coherente y ordenada, y por otro lado reiteran la legitimidad del poder establecido mediante ritos efectuados en todos los escenarios del territorio y en repetidas ocasiones durante el año (1). Desde entonces la ceremonia oficial era efectuada en Iquique donde asistían las autoridades de gobierno. En los pueblos, los veteranos de guerra eran festejados por los alcaldes, las instituciones locales y la comunidad. Durante el periodo parlamentario, la figura de Prat tuvo un auge como encarnación de la virtud cívica y la unidad nacional frente a la crisis que estaba viviendo el país. En 1926, se instaura la cuenta anual del Presidente de la Republica frente al Congreso, hasta el día de hoy…

Debemos agregar que con la conmemoración de esta fecha el Estado chileno –en plena gestación– celebra una doble victoria. En el marco de la guerra del pacífico –cosa que ya es sabida- se logró el triunfo contra el enemigo externo (Perú y Bolivia) que significó la anexión de los ricos territorios salitreros de Antofagasta y Tarapacá. Menos conocido en cambio fue la guerra contra el “enemigo interno”, que atentaba contra la consolidación del Estado: por una parte, el bajo pueblo, vagabundos, peones y campesinos, de escasa conciencia nacional, indiferente a los eventos ocurridos, renuente al reclutaje y que arrancaba de las levas y desertaba de las filas del ejército sin entender muy bien lo que ocurría. Así la guerra fue una escusa para “limpiar” las provincias de malos elementos que podían ser más provechosos en el frente de batalla. Para el Estado, el enemigo interno estaba representado también por los mapuches del sur quienes continuaban luchando en la defensa de su territorio. Desde 1861 el Estado chileno comenzó la ocupación de la Araucanía, pero la coyuntura de la guerra retrasó los planes de conquista lo que produjo la gran insurrección de 1880, en pleno conflicto en el norte. Por este hecho se decidió retomar la campaña y en 1883 se ocupa completamente el territorio.

Con la ocupación del norte y del sur, y acrecentados los niveles de conciencia y orgullo nacional en una parte importante de los chilenos, el Estado lograría su consolidación a contrapelo de las diferencias sociales, étnicas, lingüísticas e ideológicas creando lo que Benedict Anderson denominó una “comunidad imaginada” (2). Sin embargo, esta comunidad presenta ciertas fisuras: el eco de los vencidos sigue haciendo mella, desestabilizando de vez en cuando los cimientos marmóreos y apolíneos del Estado. Hoy, las acusaciones a los tribunales internacionales de Perú y Bolivia, los persistentes enfrentamientos territoriales con los mapuches en la Araucanía y la fuerte presencia del movimiento estudiantil, simbolizan en conjunto un contrahomenaje a las verdades constituidas y a los saberes oficiales, conflictos de largo aliento de fantasmas que engendró el propio Estado en su proceso de construcción histórica.   

(1) Catherine Bell: Ritual Theory, Ritual Practice, Oxford University Press, Nueva York, 1997. Citado por Enrique Florescano: La Función Social de la Historia, FCE, México, 2012.  

(2) Benedict Anderson: Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, México, 1993.

sábado, 17 de mayo de 2014

Fundación de la Villa de San Fernando de Tinguiririca


“Capital de la Provincia de Colchagua, San Fernando fue fundado el 17 de Mayo de 1742, recibiendo el nombre de Villa de San Fernando de Tinguiririca.

Alegórica fundación de San Fernando
El Gobernador de Chile en aquel entonces, José Manso de Velazco, decidió crear el pueblo, luego que Juan Jiménez de Ponce y Mendoza y su cónyuge, doña María Morales y Albornoz, donaran al Rey de España, Felipe V, 450 cuadras situadas entre el río Tinguiririca y el estero Talcarehue (hoy Antivero), para que ahí se erigieran las primeras casas del poblado. La donación se oficializó a través de una escritura pública extendida en Malloa, un caserío vecino al lugar.

Las tierras dispuestas para la creación de San Fernando no eran las más aptas. Húmeda, debido a la proximidad de dos ríos que corrían por sus costados, abiertas a los sostenidos y fríos vientos, sureños en invierno, una zona encauzada entre cerros, parecían condenadas a no cumplir buen cometido.

Sin embargo José Manso de Velasco primó la situación estratégica, ya que el lugar seleccionado constituía crucero del camino a Concepción en sentido sur y a Malloa y más al norte por el otro lado. Un villorrio en tal ubicación favorecía las comunicaciones rápidas con territorios amagados por los naturales del país. Al mismo tiempo, un aro, un descanso, para el viajero de paso.

En la práctica, el honor de la fundación debió recaer en el Corregidor Pedro Gisbert y Talens. Se dice que José Manso estuvo presente en la fecha señalada. Creo que en la duda conviene abstenerse. Por cierto, más adelante estuvo el Gobernador reconociendo el lugar. Pero el mérito mayor debería recibirlo Gisbert, quién acató el mandato y predicó con el ejemplo, levantando su casa, la primera edificación en el pueblo que nacía, en la esquina en que se cruzan las calles Argomedo y Carampangue, en donde una década atrás se hallaba la entrada al Liceo de Niñas.

En todo caso, hay que reconocer que en la Historia, como ocurre en las batallas, el honor se lo lleva el general y no sus lugartenientes, ni los soldados que perecen.

E interpongo mi anhelo secreto. Que en esta esquina se lea en una plancha: «Aquí, el 17 de Mayo de 1742, don Pedro Gisbert y Talens construyó la primera casa de San Fernando…».

El ejemplo del Corregidor provocó resistencias. Los trescientos propietarios de terrenos aledaños se negaban a invertir dinero en construcciones. Ellos poseían cómodos hogares en sus campos. Mas, el porfiado Gisbert recurrió a presiones y airadas amenazas, anunciando fuertes multas. Sólo así los lugareños comenzaron a poblar los terrenos.

Entre los primeros que condescendieron, aunque fuese a regañadientes, a residir en San Fernando, edificando casonas, se cuenta a Tomás Argomedo Reyes, su hermano Gregorio Argomedo Reyes (padre del prócer Gregorio Argomedo Montero), el presbítero Nicolás Ramírez de Avellano, Luis Guzmán Coronado, Fernando Bravo de Naveda, Juan José de Aliaga y otros…”.

Fragmento de “San Fernando. 250 años” de Enrique Neiman.