Cristian Urzúa Aburto
Homenaje a los héroes de la guerra |
Recuerdo que en vísperas de esta fecha
en mi antiguo colegio donde cursé toda mi educación básica, el colegio Carlos
Condell de la Haza, se celebraba con gran pompa el 21 de mayo, realizándose un
homenaje con desfiles e himnos en honor a los héroes de esta contienda que hoy
cumple ya 135 años. Y no podía ser menos, pues el colegio llevaba el nombre de
uno de los héroes que participaron en el célebre combate. Yo por mi parte, a
veces con pesar, a veces con entusiasmo, pero empapado de mi ingenuidad propia
de niño, participaba de las actividades del “mes del mar”, al tiempo que con
mis compañeros hacíamos bromas sobre la calvicie de héroe o especulábamos sí realmente
había dado ese salto heroico hacia el acorazado enemigo (siempre rondó la
hipótesis de que fue empujado). Lo que yo viví seguramente lo viven hoy la mayoría
de nuestros estudiantes y seguirá repitiéndose por muchos años más. Sin
embargo, ¿cuál es el origen de esa tradición, como alcanzó tal popularidad y
qué elementos esconde al respecto?
Existen diferentes interpretaciones
sobre los hechos acontecidos, que oscilan entre los apologistas extremos, que
sacralizan la imagen de los héroes, y sus críticos acérrimos, que declaran su intrascendencia
y cuestionan la relevancia de Prat en el desarrollo del conflicto. Dejando de
lado los sentimientos chovinistas y la ácida crítica de sus detractores, esperamos
dar una imagen sopesada del origen de esta celebración.
Situémonos un poco en el contexto. En
el siglo XIX los gobiernos hispanoamericanos empezaron a crear lazos de
identidad con el propósito de unir lenguajes y culturas muy diferentes entre
sí. Es entonces que se comienzan a forjar los símbolos nacionales, las
ritualidades y a erigir los panteones heroicos. Los gobiernos asimismo inician
su expansión territorial y económica consolidando poco a poco sus fronteras. Es
en este marco histórico que emerge esta celebración y sus figuras principales.
Los hechos del combate en sí son bien
conocidos por lo que no nos extenderemos mucho al respecto, sólo me avocaré a realizar
una interpretación sobre su significado histórico. En relación al resultado de
la batalla, considero que esta fue una oportunidad ventajosa para Chile en términos morales. Si bien
es cierto que la victoria peruana permitió acabar con el bloqueo de Iquique, la
derrota de Prat, lejos de desmoralizar a Chile, le proporcionó al Estado un
símbolo poderoso, que supo bien aprovechar para concientizar y movilizar a los
ciudadanos poco convencidos de la guerra. El sacrificio del marino tuvo una rápida
difusión que alcanzó hasta el último caserío de la república, presentándose
como un ejemplo de valor y virtud cívica.
En el comienzo la guerra resultó
impopular por el reclutaje forzoso, la ausencia de pertrechos y los intereses
partidistas, pero al finalizar la contienda logró un inusitado y unánime apoyo
de todos los sectores sociales. En este
punto el acto de Prat y compañía jugó un papel trascendental en el desarrollo
del conflicto. El trágico suceso de Iquique se divulgó de manera extraordinaria
expandiendo el patriotismo entre hombres, mujeres y niños. Inmediatamente
después de lo sucedido ese 21 de mayo los varones se enrolaron voluntariamente
y quienes no pudieron hacerlo ayudaron con recursos a la campaña del norte. De
hecho muchos de los niños nacidos durante ese tiempo fueron bautizados con los
nombres de Esmeralda y Arturo. El Estado aprovecho la coyuntura y supo sacarle
provecho con el envío de los héroes que visitaron los pueblos y la realización
de mítines en las plazas públicas. La prensa por su lado –liberal, conservadora
y obrera–, desbordó ríos de tinta que, con sentimental y patriota prosa,
detallaba los acontecimientos y solicitaba el enganche del pueblo: “¡Al norte,
al norte!”, se leía en algunos de ellos.
Esto produjo un conjunto de ritos en homenaje
a los próceres. Sin embargo, el rito político, que construye, despliega y
promueve el Estado, no es solo un reconocimiento
desinteresado, sino que constituye uno de los artefactos para su propia legitimación
y, por ende, la consolidación de su poder. Los ritos, dice Catherine Bell,
definen el poder en dos dimensiones. Primero se valen de los símbolos y su
despliegue para presentar a personas y a grupos como si integraran una
comunidad coherente y ordenada, y por otro lado reiteran la legitimidad del
poder establecido mediante ritos efectuados en todos los escenarios del
territorio y en repetidas ocasiones durante el año (1). Desde entonces la
ceremonia oficial era efectuada en Iquique donde asistían las autoridades de
gobierno. En los pueblos, los veteranos de guerra eran festejados por los
alcaldes, las instituciones locales y la comunidad. Durante el periodo
parlamentario, la figura de Prat tuvo un auge como encarnación de la virtud
cívica y la unidad nacional frente a la crisis que estaba viviendo el país. En 1926,
se instaura la cuenta anual del Presidente de la Republica frente al Congreso,
hasta el día de hoy…
Debemos agregar que con la
conmemoración de esta fecha el Estado chileno –en plena gestación– celebra una doble victoria. En el marco de la guerra del pacífico –cosa que ya es
sabida- se logró el triunfo contra el enemigo externo (Perú y Bolivia) que
significó la anexión de los ricos territorios salitreros de Antofagasta y
Tarapacá. Menos conocido en cambio fue la guerra contra el “enemigo interno”, que
atentaba contra la consolidación del Estado: por una parte, el bajo pueblo, vagabundos, peones y
campesinos, de escasa conciencia nacional, indiferente a los eventos
ocurridos, renuente al reclutaje y que arrancaba de las levas y desertaba de
las filas del ejército sin entender muy bien lo que ocurría. Así la guerra fue
una escusa para “limpiar” las provincias de malos elementos que podían ser más
provechosos en el frente de batalla. Para el Estado, el enemigo interno estaba
representado también por los mapuches del sur quienes continuaban luchando en la
defensa de su territorio. Desde 1861 el Estado chileno comenzó la ocupación de
la Araucanía, pero la coyuntura de la guerra retrasó los planes de conquista lo
que produjo la gran insurrección de 1880, en pleno conflicto en el norte. Por este
hecho se decidió retomar la campaña y en 1883 se ocupa completamente el
territorio.
Con la ocupación del norte y del sur, y
acrecentados los niveles de conciencia y orgullo nacional en una parte importante
de los chilenos, el Estado lograría su consolidación a contrapelo de las
diferencias sociales, étnicas, lingüísticas e ideológicas creando lo que
Benedict Anderson denominó una “comunidad imaginada” (2). Sin embargo, esta
comunidad presenta ciertas fisuras: el eco de los vencidos sigue haciendo mella,
desestabilizando de vez en cuando los cimientos marmóreos y apolíneos
del Estado. Hoy, las acusaciones a los tribunales internacionales de Perú y
Bolivia, los persistentes enfrentamientos territoriales con los mapuches en la
Araucanía y la fuerte presencia del movimiento estudiantil, simbolizan en
conjunto un contrahomenaje a las verdades constituidas y a los saberes oficiales,
conflictos de largo aliento de fantasmas
que engendró el propio Estado en su proceso de construcción histórica.
(1) Catherine Bell: Ritual Theory,
Ritual Practice, Oxford University Press, Nueva York, 1997. Citado por
Enrique Florescano: La Función Social de
la Historia, FCE, México, 2012.
(2) Benedict Anderson: Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el
origen y la difusión del nacionalismo, FCE, México, 1993.
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