viernes, 17 de febrero de 2017

La conformación del Cuerpo de Bomberos de San Fernando

Por Cristian Urzúa Aburto
Publicado en Tell Magazine, Edición Febrero 2017

La ascendente oleada de incendios en Chile y la catástrofe incendiaria de Pumanque han puesto la alarma este verano por el control de estos siniestros, los que han generado una destrucción significativa en la naturaleza y poblados del territorio. En otra ocasión nos referimos al acontecer infausto, como aquella mentalidad colectiva generada por una larga consecución de experiencias catastróficas ocurridas en el país. Ahora quisiera hablar de aquellos sujetos encargados de combatir estos eventos: el cuerpo de bomberos.

Primera Compañía de Bomberos Unión y Deber de San Fernando, circa 1900.
A fines del siglo XIX,  tras el incendio de un establecimiento comercial en la estación del ferrocarril de San Fernando, los artesanos de la sociedad Unión Fraternal vieron la imperiosa necesidad de crear una compañía de bomberos como las que se habían creado en Rancagua (1883) y Curicó (1888). Así, el 15 de noviembre de 1899 se funda la Primera Compañía de Bomberos “Unión y Deber” de San Fernando por iniciativa de los artesanos Eugenio López Donoso y Amador Veliz Canto, dándose el pie inicial para la organización de la bomba con la especialidad de hachas, ganchos y escaleras. La primera generación de bomberos estuvo integrada por artesanos y obreros sanfernandinos, según consta en el registro de voluntarios. Serían sastres, carpinteros, zapateros, hojalateros, entre otros, que pese a sus escasos recursos, resolvieron dar este servicio para el bien de la comunidad.

Cuatro años después se funda la Segunda Compañía de Bomberos Chile-España a cargo de ciudadanos españoles. La creación de la compañía generó simpatías en la comunidad logrando tener numerosos benefactores, pudiendo adquirir así los elementos indispensables para su trabajo. En las primeras décadas del siglo XX, la primera y segunda compañía fueron las únicas bombas provinciales hasta que en 1952 se funda una tercera. Fuera del trabajo en la urbe, estas debían atender además los llamados de los sectores rurales del valle de Colchagua hasta Santa Cruz. Una de sus primeras máquinas fue la querida “Peta”, una bomba de agua arrastrada por caballos, artilugio que tenía un carro especial para su transporte en el Ferrocarril de San Fernando a Pichilemu.

La historia de bomberos es una historia de esfuerzo y sacrificio. Enrique Neiman, célebre escritor local y bombero a la vez, recuerda un voraz incendio de una fábrica de chuño al final de la calle Junín (hoy Manso de Velasco). Según cuenta, tras despertarse a media noche por la alarma de incendio, acude al sitio donde, dice, “me encaramo por la escala, la manguera al hombro hasta llegar la altura del segundo piso, todo el trajín en sociedad de mi amigo Arturo Batarce y justo, cuando dan el agua, ambos nos vamos guarda abajo. Todavía adoloridos, nos metemos a la bodega, notando extrañados que el agua acumulada en el suelo está tibia. Unos gritos del capitán nos ordena salir inmediatamente, pues hay cables de la luz cortados y el agua lleva grados eléctricos”. Este testimonio evidencia la complejidad del trabajo bomberil y los riesgos a los que estaba expuesto su personal.

Sin embargo, no siempre las cosas resultaban bien para estos hombres. El primer mártir de la institución fue el bombero Estanislao Díaz Pacheco, quien falleciera el 20 de junio de 1947 tras asistir al incendio de las casas del fundo “Macarena” en Tinguiririca. El derrumbe del techo donde se encontraba lo precipitó al suelo, muriendo abrasado por las llamas. En el salón de honor del cuartel, un altar con su casco calcinado recuerda su sacrificio. Pese a lo anterior, los bomberos siguen en pie, con prestancia, orgullo y valentía, validando el compromiso adquirido con la institución, según reza el himno de la segunda compañía: “Con el alma iluminada de un sublime resplandor atendemos la llamada que nos impone el honor”. 

jueves, 9 de febrero de 2017

El patrimonio cultural religioso de Chile

Por Cristian Urzúa Aburto

Cuando llegan las huestes hispanas a lo que será Chile, junto a ellos llegó una horda de sacerdotes católicos dispuestos a adoctrinar a la población aborigen en nombre del rey. El nuevo credo sería avasallador hasta cierto punto, pues durante el periodo colonial se produciría un sincretismo entre las creencias de los pueblos originarios y la religión hispana. Todo esta historia quedaría materializada en una amplia infraestructura religiosa de iglesias y conventos católicos, en sitios ceremoniales indígenas que subsistieron a este proceso, así como en rituales que mixturan las tradiciones hispano-indígenas. Estos lugares constituyen hoy parte del patrimonio arquitectónico e histórico del país, referentes identitarios de las comunidades, con distintas materialidades y ritualidades, abarcando desde las iglesias altiplánicas del norte hasta las de Chiloé en el sur.

Iglesia de la Hacienda San José del Carmen de El Huique
Gran parte de la arquitectura religiosa ha adquirido la categoría de Monumento Nacional por su valor histórico, artístico y arquitectónico, mientras que las iglesias de Chiloé han obtenido reconocimiento mundial por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Algunos conventos, como el de San Francisco en Santiago o el de las Carmelitas Descalzas en Los Andes, se han musealizado, resguardando así un valioso registro de la historia de la iglesia y la vida conventual. Parte del valor histórico de las haciendas rurales se deben a sus bellas capillas, expresión religiosa privada de la familia patronal y sus inquilinos. Es por ejemplo el caso de San José del Carmen del Huique o la hacienda Lo Vicuña en Putaendo. Perviven  también una gran cantidad de centros ceremoniales indígenas, como el Complejo religioso de Mitrauquén Alto, sitio que consta  del cementerio tradicional Eltuwe y el espacio ceremonial Ngüillatuwe en la Araucanía. Celebraciones mixtas, entre el culto indígena y el católico, se dan en el norte con los rituales a la Pachamama y a la Virgen por las culturas aimaras. 

Como gran parte del patrimonio arquitectónico, la principal amenaza sobre la infraestructura religiosa es causa de los movimientos telúricos, que han destruido los frágiles cimientos de adobe y madera de los antiguos templos coloniales y la valiosa imaginería religiosa que estos resguardan. Los traficantes de arte apetecen especialmente de este tipo patrimonio, siempre desprotegido por su apertura al público y carencia absoluta de vigilancia. Señalemos el caso del reciente robo de imágenes de la iglesia jesuita de Calera de Tango, donde se extrajeron las figuras de la Virgen de la Asunción, de San Luis Gonzaga y San Ignacio de Loyola, estatuas del siglo XVIII avaluadas en más de 300 millones de pesos. Otra aspecto que amenaza al patrimonio religioso es el rayado periódico de sus muros y el atentado deliberado durante jornadas de protestas. Un caso paradigmático es el de la Iglesia de la Gratitud Nacional del Sagrado Corazón de Santiago, objeto de numerosos atentados.

Junto a la materialidad de iglesias y sitios, está el patrimonio inmaterial religioso, es decir, las expresiones rituales de devoción popular. Tenemos el Baile Chino, manifestación de raíz colonial de adoración a santos cristianos y entidades indígenas, que se encuentra en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural de la Humanidad. Celebraciones como el Cuasimodo se distribuyen en todo Chile central, llevando el sacramento al hogar de enfermos y moribundos. Hemos heredado celebraciones religiosas propias del catolicismo que influyen en nuestra vida diaria con la celebración de Pascua de Resurrección, San Pedro y San Pablo, Virgen del Carmen y Natividad. Expresiones de raigambre indígena, como el Wetripantu (“año nuevo” mapuche), se han comenzado a valorar y posicionar. En el campo, persisten los cantores a lo divino como don Domingo Pontigo de Melipilla, Tesoro Humano Vivo, quien cantará: “Purísima Virgen madre / del mundo y la creación / te haré un verso de oración / al pie del eterno padre / he llegado en esta tarde / a darte salutación”. La modernización del país, la racionalidad occidental, modelos de educación estandarizados y excluyentes, junto a la imposición de una cultura de masas, amenazan la pervivencia de este patrimonio cultural   

Este patrimonio arquitectónico y sus expresiones inmateriales se encuentran plenamente vigentes y definen la mentalidad  religiosa del país, con toda su diversidad, su sincretismo y sus contradicciones, creencias que, a pesar de sus desencuentros, han sabido adecuarse, convivir y respetarse. Sobre algunos sitios se ha implementado un uso turístico con habilitación de rutas patrimoniales o la inclusión de información explicativa al pie de su imaginería, como ha sido el caso de la Catedral de Santiago, hito donde se ve una gran cantidad de extranjeros contemplando la belleza arquitectónica del lugar y sus objetos litúrgicos. Creyentes o no, debemos respetar estas expresiones religiosas y cuidar su materialidad, parte de la historia y el patrimonio de las localidades, significativos para las personas, y parte fundamental de su identidad.


Veraneando a la antigua en la Región de O'Higgins

Por Cristian Urzúa Aburto
Publicado en Tell Magazine, Edición Enero 2017

El concepto de vacaciones lo podemos definir como un desplazamiento temporal con fines de esparcimiento que surge en las sociedades industrializadas, asociado al surgimiento de la burguesía y las clases medias, cuya  prosperidad económica posibilitó tiempos de ocio. El turismo alcanza masividad cuando los obreros, en el marco de su lucha por mejores condiciones de trabajo, logran el descanso dominical y vacaciones anuales. De esta forma, ante el constante ajetreo de la vida urbana, el deseo de escapar de la presión y relajarse se hizo cada vez más necesario.

Playa de Pichilemu hacia 1912
Como condición previa del desarrollo del turismo en Chile era necesario crear una estabilidad social y política durante el período republicano, asegurando los caminos de los bandidos que tan frecuentemente caían sobre los viajeros. También fue necesario el desarrollo de una infraestructura vial que permitiese rápidos desplazamiento de norte-sur y del valle a la costa, lo que se logró con la construcción del ferrocarril al sur y el ramal de San Fernando a Pichilemu. Con la aparición de vehículos motorizados desde la década del 1920 y la construcción de carreteras de alta velocidad a mediados del siglo XX, se generarán desplazamientos más fluidos.

Una primera expresión del turismo en la zona son los baños en las Termas de Cauquenes o las Termas del Flaco, que desde tiempos remotos, coloniales, ofrecían sus aguas para fines medicinales. Desde mediados del siglo XIX tenemos noticia de que los habitantes del valle central (Rancagua, San Vicente, San Fernando, Santa Cruz) realizaban el tradicional viaje a la costa. Las familias preparaban sus carretas, enyugaban los bueyes y partían rumbo a la playa a casa de familiares, los llamados “costinos”, o bien, los más pudientes se alojaban en los nacientes hoteles rivereños.

Con la aparición del ramal a Pichilemu en 1926 estos viajes se hicieron más constantes. Estos incipientes turistas llevaban pan amasado, huevos duros, fiambres y humitas; en la playa y el campo realizaban asados de carneros o cazuelas, con su infaltable botella de vino, mientras entonaban cantos y se bailaba la cueca. Desde la década de 1950, estos viajes fueron realizados en buses comerciales. Así, en el sector costero, en particular su balneario histórico Pichilemu, se convirtió en una zona de veraneo por excelencia para los habitantes de la sexta región. Primero, de las clases altas, luego, de clase media y popular, que atraídos por la belleza de sus rincones van colonizando el lugar.

Como reconocida zona campesina, el turismo rural no podía estar ausente, rescatando la cultura y el folclor tradicional de los pueblos y su gente. En las viejas guías de viaje, podemos ver que se recomendaban lugares como Chimbarongo, Doñihue o lo media luna de Rancagua como hitos de interés. Estos pequeños poblados presentan ese encanto rural y tradicional del chile central donde se podría encontrar al típico huaso, escuchar tonadas campesinas o degustar cazuelas de auténtica gallina de campo. El carácter histórico de esta zona es en sí una forma de atractivo turístico, aquel encanto colonial de sus pueblitos que albergan una amplia gama de edificios históricos coloniales y republicanos.

La región de O‘Higgins, pues, ofrecía las más variadas alternativas veraniegas, al alcance de todos los gustos y bolsillos, para pasar el calor en los más bellos paisajes que ofrece esta singular geografía del valle central chileno.