A pocos años del terremoto del 27 de febrero de 2010 continúa la reflexión por sus efectos, aún presentes en el debate público. En Colchagua, este desastre dió por resultado una catastrofe humana y material a gran escala. Hombres y mujeres, de todas las edades, resultaron heridos o fallecieron por el derrumbe de sus casas o por efecto del tsunami. En terminos patrimoniales, hubo edificios históricos dañados parcial o completamente. En Peralillo, por
ejemplo, el 90% de las viviendas cayeron, muchas de ellas de carácter
patrimonial.
Creemos que para comprender este fenómeno, es necesario recordar catástrofes similares, para así comparar y entender su magnitud, los efectos provocados y las medidas tomadas por los distintos actores.
Creemos que para comprender este fenómeno, es necesario recordar catástrofes similares, para así comparar y entender su magnitud, los efectos provocados y las medidas tomadas por los distintos actores.

Los asentamientos más cercanos al epicentro, pueblos como
Chépica, Quinahue, Lolol, Ránquil, Pumanque, entre otros, sufrieron importantes daños,
mientras aquellos ubicados en el litoral se destruyeron casi por completo como
el puerto de Matanzas. Cáhuil y Ciruelos sufrieron daños menores. Las ciudades
principales, Rengo y San Fernando, resultaron con gravísimos daños en su
infraestructura. El número de muertos y heridos era indeterminado.
Un telegrama oficial enviado por el Gobernador de Caupolicán al Gobierno
cuantificaba los daños del departamento: “Desde las ocho de la
noche, sucédense recios temblores cortos. Hospital mal estado. Casa escuela
superior mujeres destruída; cárcel ruinosa, Gobernación desplomada; Iglesias: 8
Rengo Inutilizadas; Santa Rosa de Pelequén derribada. Estación y bodegas
ferrocarril Malloa, caídas. Mayor parte casas San Vicente graves perjuicios.
Ciudad, 8 muertos y varios contusos Pueblo me exige datos Santiago con
ansiedad.-Urrutia”.
Una comisión viajó a la costa para cuantificar los daños, atestiguando
el alto nivel de destrucción del terremoto. Uno de sus encargados escribía al Intendente
de Colchagua: “Certifico que en mi viaje a Matanzas para estudiar los efectos
del terremoto del 16 del agosto próximo pasado, pude observar los grandes
destrozos causados en la población de Navidad. Así, el edificio que ocupaba la
escuela fiscal fue destruido en su totalidad como también la casa habitación de
la señora Andrea Montt de Rojas, con todo su menaje”.
Los más perjudicados por el terremoto fueron los sectores populares, cuyas frágiles viviendas (ranchos y casas de adobe) sufrieron una destrucción parcial o el derrumbe definitivo que aplastó a
sus moradores. En tales casos, los afectados elevaron petición al gobierno, que
había dispuesto ayuda para los damnificados. La mayor parte de los afectados
eran personas pobres, ancianas o mujeres solas con sus hijos. Conociendo el
Estado su situación, otorgó subvenciones para ayudarlos a rehacer su
vida mediante la declaración de un Decreto Supremo que destinaba una
cantidad de dinero para el arreglo de las casas destruidas. La noticia corrió a
gran velocidad y los damnificados de Colchagua hicieron llegar
cientos de cartas a la comisión encargada de evaluar el pago de las subvenciones.
Una de estas cartas,
perteneciente a Juan Esteban Araya de Roma, decía: “...el temblor del
16 de agosto último destruyó completamente mi casa, quedando por este motivo
sin tener donde vivir, como es público y notorio en el lugar. Además soy viejo
y no puedo ya trabajar y mi esposa que,
a más de tener cerca de noventa años de edad, está enferma de parálisis, obligándome
esta circunstancia a estar siempre al cuidado de ella. Somos ella y yo toda la
familia; no tenemos un solo centavo de entradas seguras al día; puedo
atestiguar con personas respetables que nos mantenemos con la limosna, que nos
dan los vecinos”.
Mirar
el pasado, pues, nos ayuda a pensar que este fenómeno aparece, una y otra
vez, dejando tras de sí, el desastre, la muerte y el llanto. En cierta
medida, ya estamos acostumbrados, y nos encontramos familiarizados con la presencia de esta fuerza colosal, conformando así una cultura telúrica que nos define como chilenos.
Autor: Cristian Urzúa Aburto
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