domingo, 19 de octubre de 2014

Chile o una loca geografía: descripción del valle agrícola central hacia 1940



Dijimos en una ocasión que Santiago miraba todo entero hacia el sur. En efecto, situado en el extremo norte del Gran Valle, proyecta una irradiación constante sobre el collar de ciudades que mantiene el hilo sólido del ferrocarril central. Así, San Bernardo, Buin, Rancagua, Rengo, San Fernando, Curicó, Talca, van alineando sus modalidades propias, pero sujetas al padrón santiaguino. Las veleidades de Talca y sus ínfulas megalómanas no le impiden mirar de soslayo al Gran Modelo, y copiarlo en la primera ocasión.

En cambio, Peumo, Santa Cruz, Vichuquén y Curepto son pequeños pueblos aislados, tan sin esperanzas, que les resulta inútil mirar hacia la capital, por eso se entierran en una vida pobre y sin una personalidad definida: la personalidad pobre y altiva de las serranías de la costa.

Las ciudades del “collar” son agrícolas e industriales, excepto Santiago, que cuida más de sus industrias que sus campos. La capital viste al país, y no solamente en un sentido figurado. Le da sombreros, tejidos de punto y calzado excelente. En Santiago nadie debería andar descalzo. Sus zapatos superan a los mejores tipos europeos y ya habrá advertido el lector que, contrariamente a otras Geografías, no hago aquí el “reclame” de mi país: digo lo bueno y lo malo. Pues bien, el calzado es bueno. Santiago elabora los cuatro quintos de la producción total de Chile.

Rancagua, situada más al sur, tiene una gran fábrica de conservas, y vive, como Calama, del ambiente cosmopolita y minera que le proporciona su poderoso hijo: El Teniente. Además, posee una importante fábrica de vidrios.   

Rengo nos da fósforos; San Fernando, tabacos; Talca sus catres, sus galletas y –otra vez- una Corte de Apelaciones (tenía que ser aquí…). En cambio, Molina es el paraíso de los vinos.

Todo esto, en una región de campos dormidos; de largas avenidas de álamos; de toscas viviendas de campesinos y caminos polvorientos, que bajan hasta los arroyos en una noche vegetal que les inventan los sauces. Al fondo, la cordillera medio nevada modula sus tonos de rojo ladrillo al violeta. A veces, parece vibrar de tanto espacio entre el vaho azul de sus quebradas, tras el álamo amarillento, como en los malos cuadros que se venden en las librerías inglesas.

A lo largo de las avenidas se ven los “ranchos”, unas pobres viviendas, de una o dos piezas hechas con quinchas de coligüe, paja y barro.  En el interior hay un catre de fierro. En el rincón más obscuro, una máquina de coser, y, junto a ella, algún santo viejo, colgado en la pared. Una vela chorreada ilumina la esperanza de una manda. Al centro, una mesa sin pintar y unas cuantas sillas de paja completan el mobiliario.

En el exterior hay un largo corredor con una cocina adornada en un extremo. Sobre el hogar, una tetera ennegrecida nos cuenta la historia de muchos mates y ulpos sin pan. Mucha cebolla cuelga de las vigas. Hay un parrón y una higuera, un chancho gruñe, atado a un piquete; las gallinas merodean indiferentes a los perros flacos que duermen su siesta al sol. A veces se les suben encima las gallinas; el otro despierta, lanza una mirada soñolienta y se vuelve a dormir.

Es en este decorado que vive el guaso. El es cruel y supersticioso. Sus amores son callados y gozan de una gran promiscuidad. Monta en pequeños caballos peludos y resistentes, y como jinete no hay otro igual. Habla poco, y cuando lo hace, no contesta directamente a las preguntas. Sus actitudes pueden aparentar a bonhomía, pero, en general, esconden una gran astucia y una profunda desconfianza. Ama y defiende a su patrón como se defiende así mismo. Los agitadores comunistas han dado pruebas de inteligencia al atacar primeramente ese reducto de la reacción. El guaso es, en realidad, el burgués de la clase popular.

Por los campos, como en todos los campos, se ven grandes extensiones cultivadas. Los trigales, alfalfales y chácaras se suceden en el estrecho espacio plano y regado que dejan la cordillera de los Andes y de la costa. Y digo estrecho, a pesar de su aparente vastedad, porque en relación a la superficie de Chile es un espacio mínimo el que sirve al hombre para sus faenas agrícolas. Miremos el mapa, y veremos un país de montañas, con pequeños claros, que son los valles. Ahí dentro está toda la agricultura de Chile. Los chilenos no nos damos cuenta hasta qué punto somos una tierra de montañas.

Chile o una loca geografía, Benjamín Subercaseux, Editorial Universitaria, 1995 (primera edición de 1940) págs. 145-147.

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