Dijimos en una ocasión que Santiago
miraba todo entero hacia el sur. En efecto, situado en el extremo norte del
Gran Valle, proyecta una irradiación constante sobre el collar de ciudades que
mantiene el hilo sólido del ferrocarril central. Así, San Bernardo, Buin,
Rancagua, Rengo, San Fernando, Curicó, Talca, van alineando sus modalidades
propias, pero sujetas al padrón santiaguino. Las veleidades de Talca y sus ínfulas
megalómanas no le impiden mirar de soslayo al Gran Modelo, y copiarlo en la
primera ocasión.
En cambio, Peumo, Santa Cruz, Vichuquén
y Curepto son pequeños pueblos aislados, tan sin esperanzas, que les resulta inútil
mirar hacia la capital, por eso se entierran en una vida pobre y sin una
personalidad definida: la personalidad pobre y altiva de las serranías de la
costa.
Las ciudades del “collar” son agrícolas
e industriales, excepto Santiago, que cuida más de sus industrias que sus
campos. La capital viste al país, y
no solamente en un sentido figurado. Le da sombreros, tejidos de punto y
calzado excelente. En Santiago nadie debería andar descalzo. Sus zapatos
superan a los mejores tipos europeos y ya habrá advertido el lector que,
contrariamente a otras Geografías, no hago aquí el “reclame” de mi país: digo
lo bueno y lo malo. Pues bien, el calzado es bueno. Santiago elabora los cuatro
quintos de la producción total de Chile.
Rancagua, situada más al sur, tiene
una gran fábrica de conservas, y vive, como Calama, del ambiente cosmopolita y
minera que le proporciona su poderoso hijo: El Teniente. Además, posee una
importante fábrica de vidrios.
Rengo nos da fósforos; San Fernando,
tabacos; Talca sus catres, sus galletas y –otra vez- una Corte de Apelaciones
(tenía que ser aquí…). En cambio, Molina es el paraíso de los vinos.
Todo esto, en una región de campos
dormidos; de largas avenidas de álamos; de toscas viviendas de campesinos y
caminos polvorientos, que bajan hasta los arroyos en una noche vegetal que les
inventan los sauces. Al fondo, la cordillera medio nevada modula sus tonos de
rojo ladrillo al violeta. A veces, parece vibrar de tanto espacio entre el vaho
azul de sus quebradas, tras el álamo amarillento, como en los malos cuadros que
se venden en las librerías inglesas.
A lo largo de las avenidas se ven los “ranchos”,
unas pobres viviendas, de una o dos piezas hechas con quinchas de coligüe, paja y barro. En el interior hay un catre de fierro. En el
rincón más obscuro, una máquina de coser, y, junto a ella, algún santo viejo,
colgado en la pared. Una vela chorreada ilumina la esperanza de una manda. Al centro, una mesa sin pintar y
unas cuantas sillas de paja completan el mobiliario.
En el exterior hay un largo corredor
con una cocina adornada en un extremo. Sobre el hogar, una tetera ennegrecida
nos cuenta la historia de muchos mates y ulpos sin pan. Mucha cebolla cuelga de
las vigas. Hay un parrón y una higuera, un chancho gruñe, atado a un piquete;
las gallinas merodean indiferentes a los perros flacos que duermen su siesta al
sol. A veces se les suben encima las gallinas; el otro despierta, lanza una
mirada soñolienta y se vuelve a dormir.
Es en este decorado que vive el guaso. El es cruel y supersticioso. Sus
amores son callados y gozan de una gran promiscuidad. Monta en pequeños
caballos peludos y resistentes, y como jinete no hay otro igual. Habla poco, y
cuando lo hace, no contesta directamente a las preguntas. Sus actitudes pueden
aparentar a bonhomía, pero, en general, esconden una gran astucia y una
profunda desconfianza. Ama y defiende a su patrón como se defiende así mismo.
Los agitadores comunistas han dado pruebas de inteligencia al atacar
primeramente ese reducto de la reacción. El guaso es, en realidad, el burgués
de la clase popular.
Por los campos, como en todos los
campos, se ven grandes extensiones cultivadas. Los trigales, alfalfales y
chácaras se suceden en el estrecho espacio plano y regado que dejan la
cordillera de los Andes y de la costa. Y digo estrecho, a pesar de su aparente vastedad, porque en relación a la
superficie de Chile es un espacio mínimo el que sirve al hombre para sus faenas
agrícolas. Miremos el mapa, y veremos un país de montañas, con pequeños claros,
que son los valles. Ahí dentro está toda la agricultura de Chile. Los chilenos
no nos damos cuenta hasta qué punto somos una tierra de montañas.
Chile
o una loca geografía,
Benjamín Subercaseux, Editorial Universitaria, 1995 (primera edición de 1940) págs.
145-147.
No hay comentarios:
Publicar un comentario